Presentación de Dividir el desierto de M Carbajal, Punto y Coma, 20 abril 2023
El desierto. Dividir el desierto. ¿Pero cuál desierto? ¿Cómo es ese desierto?
El de Mikhaíl Carbabal es un desierto personal, pero eso es obvio. No vale la pena ahondar en elucubraciones sobre qué tan personal es ese desierto, pues entonces habría que valorar a los poemas en función de un elemento extra poético: la cantidad de tiempo o de vida que el autor ha invertido en el desierto. Pero sí se puede uno preguntar qué tan personal se siente ese desierto, y ahí sí estamos entrando en el terreno poético, porque hablamos de la habilidad del autor para nutrir de significado las palabras que le dedica al desierto.
Y ahí es donde digo que este desierto sí se siente personal. Hay en cada poema un esfuerzo por resignificar el desierto, por llenarlo de emotividad y volverlo palpable para el lector. Y, en ese sentido, el libro es cruel: los poemas son crueles. El desierto de Mikhaíl es un desierto por esencia hostil, una otredad, una presencia inquietante. Por ejemplo:
«Huele a insomnio en este yermo.
Hay punzadas en la entereza de la carne.
Se desangra la nariz
con el transcurso de los años.
De entre estas tierras emana,
centrifugado hacia el dolor,
el plasma infinito, río ligero,
y no hay vendaje que detenga
el inminente flujo
de una herida siempre abierta.»
El poema, que aparece casi al inicio del libro, da pistas de lo que vamos a encontrar. Es un texto marcadamente sensorial (huele, punzadas, dolor). Es también como el testimonio de la herida, de lo vulnerable (carne, desangra, herida siempre abierta). Es, en suma, una promesa de lo que viene: la hostilidad del desierto, la enemistad declarada entre este y los humanos.
Pero a veces el desierto se humaniza. Como un adversario cuyo rostro, de tanto frecuentarlo, acaba uno por conocer a detalle, así el desierto se nos vuelve conocido. Se va habitando de vidas, memorias y sueños. Se convierte en uno más de nosotros. Aquí un ejemplo del desierto humanizado, tan sufriente y vulnerable como cualquiera de los que lo habitan:
«Devastado, pobre suelo:
aunque en tus confines
caminen las más bellas ninfas de la república,
y sin agua, prolifere el canto de las sirenas,
no debes ignorar que te han fragmentado.
Estás roto,
el enemigo entró a tu morada y la saqueó.
A nadie le gusta que lo quiebren,
y tú también tienes el corazón agreste;
pálido, incompleto/
vas por la lateral izquierda
cercenado.»
El desierto, «pobre suelo», merece nuestra compasión. Como es humano, entiende lo que le decimos («no debes ignorar»), puede hablarse con él e interpelarlo. Como es vulnerable (porque es humano), lo fragmentan, lo saquean y lo quiebran. Porque en esa lucha contra el desierto, a veces los humanos ganan. La hostilidad humanos-desierto está abierta, y la batalla a veces se inclina en un sentido o en otro. A veces los humanos logran dividir al desierto.
El desierto está despojado de casi todo y proyecta ante quien lo vive una sensación parecida a la de las cosas inmóviles y eternas. Mientras en la selva innumerables objetos y experiencias saturan los sentidos y ayudan a percibir el transcurso del tiempo, en el desierto se imponen la parquedad y la parálisis. Como consecuencia, los poemas sobre el desierto son breves: chispazos de conciencia ante el continuum de un paisaje en el que prevalece la quietud. Como consecuencia también, los versos son breves, brevísimos, secos, como disparos, pero disparos sin eco, porque al eco se lo traga la arena (mostrar el libro, sus páginas despojadas en las que priva el blanco).
El desierto, como realidad geográfica concreta, también es frontera. Así lo evocamos acá, porque es la orilla norte del país. Los poemas del desierto como frontera son de los más logrados del libro y en ellos continuamos percibiendo, como no podría ser de otra manera, la otredad del desierto, su denodada hostilidad hacia lo humano, su presencia como adversario que puede ser vulnerado pero que sabe devolver los golpes. Un ejemplo:
«La garita se pulveriza
como roca de arena
sobre la palma del brasero.
Herrumbre que se expande sobre el puente.
La peste lo alcanza
y la arena absorbe,
con religiosa cautela,
todo el caldo derramado durante cuarenta años
en la esquina de brumoso país lejano.
Al final siguen apareciendo osamentas
cada que pasa el viento.»
El desierto también es historia: historia propia, de la comunidad y del país. Y como el océano de antaño (y siendo el propio océano un desierto, vasto, ignoto, promisorio), es una invitación al viaje y al peligro, un juego con la muerte, un imán difícil de resistir. Es así que Mikhaíl acaba por construir un universo entero, con sus leyes naturales y humanas, en el desierto. Un universo que como lectores podemos habitar y al cual vale la pena volver para sabernos nosotros y sabernos frágiles. Un último ejemplo, brevísimo, sólo porque es uno de mis poemas preferidos del libro, y basta:
«ROSA DEL DESIERTO
Al final del día,
cuando los buitres se marchan,
todos los huesos
quedan del mismo color.»
Renato Tinajero (Ciudad Victoria, 1976). Es autor de poemas, ensayos y narraciones breves. Estudió filosofía en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Se dedica a la literatura y a la educación superior. Entre sus obras se encuentra Fábulas e historias de estrategas, libro que obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2017.