Testimonio y vida del carbohidrato
Mikhail Carbajal
Hola. Si estás leyendo esto, probablemente ya estoy muerto. Sé que no puedo, y quizás jamás pueda aspirar a conocer el contexto en el que este documento ha llegado a tus manos, pero quiero que sepas que te agradezco por leerme, no por la naturaleza de abusar de tu tiempo, sino por la empresa mía de que mi voz no quede en el olvido, el otrora mayor de mis miedos. Esta es mi última palabra, este es mi testimonio:
Mi historia es la historia de mi pueblo, de mi gente. Soy el último sobreviviente de una raza de alimentos procesados, carbohidratos que fuimos creados por una causa primera, a imagen y semejanza del chicharrón, a quien nuestro pueblo ha venerado desde su origen como la versión ideal, cuyo mundo perfecto e inteligible está quizás muy por encima de nuestro entendimiento.
En la cultura de nuestro pueblo la religión nos enseña que en algún momento habrá vida después de la bolsa, acción prometida a la que, desde que tuve comprensión, le obsequié mi fe y esperanza. Nuestro deber-ser: conformarnos como botanas sabrosas para amenizar eventos de diversa índole.
Nací un octubre del año dos mil dieciocho de los antiguos dioses, fui arrojado a la existencia dentro de una bolsa de celofán laminado del lote 005-14/2018, con consumo preferible antes del 15 de octubre del dos mil veintiuno. Desde muy temprano fui sometido a las artes de la retórica e historiografía, temas que se nos son impartidos dentro de un cuadrivium básico.
Dentro de la bolsa la vida era sencilla: estar unido a mi familia, a mi gente, aprender de la raza, de nuestra historia. Comunicarnos, compartir experiencias y sobre todo vivir con religiosidad: ser una botana suave y concisa, rodeada de especias rojas de chile y colorante, estar siempre listos al día de la apertura, el apocalipsis de nuestra fe.
De la vida antes de la bolsa pocos recordaban algo. Todo era reminiscencia de una fórmula, de un condensador, algunos decían que todos proveníamos de una masa suprema y terminaríamos en otra masa suprema. Algunos profetas decían que antes fuimos horneados, otros, fritos.
Yo adoraba la metafísica. Sabía que todo trasunto escatológico tenía consigo una posible respuesta. Valoraba los saberes ancestrales que mencionan la existencia de cientos de miles como nosotros, de universos ajenos y todas las formas y tamaños posibles, pues en la infinitud del cosmos, también hay infinitas botanas.
En la vida de un sabritón y supongo que, de todo alimento procesado, nadie olvida el día que salió de la bolsa. Uno de los temas básicos en los que se cimienta nuestra fe, como lo he narrado anteriormente: fue una tarde, después de los temblores que antiguos documentos sagrados mencionan como previos a la apertura; yo estaba revisando el capítulo ocho del Sabritoni Sabritorum, nuestro texto fundacional, cuando el cielo se abrió, y fuimos vaciados mi pueblo y yo sobre un tazón azul. Mi papá estaba escuchando y mi hermana bailaba una coreografía.
De ahí en adelante todo era nuevo. Toda especulación, toda imaginación superaba el conocimiento primario de mi gente, no había documento alguno que hablara de la experiencia posterior, nada más posibilidades, solamente conjeturas que fueron cantadas por antiguos juglares de nuestra raza picante.
Accedimos a la vida después de la bolsa, la respetamos de manera cabal. La cantidad de colores, la cantidad de sonidos, todo era un espasmo y recuerdo de cuando intentábamos mirar más allá de la membrana y soñábamos un mundo colorido en un pasillo de supermercado, en una camioneta de sabrosos aperitivos, en cajas que no debían apilarse en un número mayor a tres. En conductores que no tienen la contraseña de la caja fuerte y en unidades monitoreadas vía satélite.
Estábamos en una habitación, el tazón yacía sobre una pequeña mesita y ahí, mientras nos manteníamos todos formados para el juicio final, observaba las miradas optimistas en los ojos de mis hermanos. No olvidaré la salida, la maroma dentro del recipiente, la luz sobre nuestros cuerpos y las miradas, ora de temor, ora de emoción, entre mi pueblo.
Entonces uno a uno fuimos jalados por la mano divina; aquella habitación le pertenecía a un modesto profesor de bachillerato, había libros y afiches, ropa doblada en una esquina y una enorme botella de refresco, se escuchaba música de fiesta y una película en una pantalla.
En la cultura de los sabritones nos condicionan a aceptar con vehemencia el final de nuestras vidas, a ser consumidos por aquel dios supremo para volver a ser uno con el todo. Pero siempre fui curioso y supe que de la salida de la bolsa a la boca había un montón de conocimientos documentables. Si estás leyendo hasta aquí, tal vez no será novedad decirte lo que te contaré:
Si no fuera yo, y si no hubiese sido dotado del estoicismo que me caracteriza, tal vez habría contado esta historia de otra manera. Vi cómo uno a uno mis hermanos fueron consumidos. Para algunos, el crujir de nuestros cuerpos triturados era desesperanzador y más atemorizante era el ver cómo la boca del profesor los consumía. Pero para mí fue revelador; precisamente nuestra esencia radicaba en nuestra condición crujiente. Todo nuestro cuerpo buscaba la perfección entre picor, además de que los sumos sacerdotes afirmaban que después de ese dolor nos esperaba una nueva vida, plena, total, absoluta y bondadosa.
Ya sólo quedábamos la mitad. La mano del profesor se detenía en momentos, pues su paladar se irritaba. Pero otra condición de nosotros los sabritones yace en nuestro adictivo sabor.
El hombre apagó la luz, continuó viendo la película, y al agarrarme a mí y a una de mis viejas amigas, justo antes de entrar a su boca, caí de su mano y resbalé por el contorno de su pecho hasta rodar varios centímetros bajo el sofá junto a la cama. Ella me miró caer sorprendida mientras era masticada. Desde ahí supe que mi final no sería sino un principio. Que nunca hallaría el consuelo eterno, que mi cuerpo, suspendido, no cometería su razón de ser en esta existencia.
El mundo desde abajo es más monótono. Por mi condición de sabritón fui perdiendo mi consistencia, entonces todo se tornaba cada vez más lento e inmutable. Salvo los gatos que pasaban a velocidades que mi vista tardaba en comprender, o salvo insectos como cucarachas que a menudo caminaban por el sitio, todo fue soledad, todo fue culpa.
Muchas veces vi los enormes pies del profesor, en ocasiones descalzos, en ocasiones con chanclas y me lamentaba de tal situación. ¿El no haber sido comido por él era mi destino?, ¿fue su culpa?, ¿fue la mía?
Tal vez este castigo venía en represalia por mi capacidad de asombro, por mi curiosidad. Quizá el no haberme dedicado a los estudios me habría garantizado el descanso eterno. Lloré mil veces a mi pueblo. Repetía sus nombres por las noches como aquello único que me mantenía cuerdo.
A veces la escoba raspaba todo en derredor, pero yo había caído en un espacio tan inalcanzable y estratégico a la vez, que no podía ser arrastrado a otro destino menos impío que el no ser comido.
Los días fueron hostiles. Me volví flácido y deshidratado, hubo frío y calor. Luz y oscuridad, pero sobre todo soledad.
Cuatrocientos doce días y siete horas después de la apertura de la bolsa, mi masa corporal estaba al 58 %. Fue entonces que conocí a Juvenal, una araña macho que después de haber sido limpiada la biblioteca de la sala, vino a explorar nuevos sitios para vivir en la habitación principal. Nos hicimos grandes amigos de manera inmediata. Le conté la historia de mi gente y él me platicó sus aventuras, su divorcio y sus múltiples mudanzas. Sabía que el universo fuera de la habitación del profesor era más vertiginoso, escuché historias del baño, del ático, de la nevera. Para mi mala suerte, aún con la mitad de mi cuerpo degradada y la otra incomestible, en ese entonces fue imposible para Juvenal moverme si quiera un centímetro de la coordenada en que caí.
Con el paso del tiempo, y con las posibles pérdidas de mi memoria, le pedí a Juvenal que transcribiera esto que ahora les cuento.
Si llegaste hasta aquí, seas quien fueres, quiero decirte que pese a mis desgracias, tuve una buena vida y que ya no me culpo más: si los dioses primarios me destinaron este camino llamado vida, ahora ya lo acepto con el mismo gozo con que hubiera aceptado ser comido el día de la apertura de la bolsa.
Mi historia fue una historia de vejación, pero lo que se me fue negado ya no pesa más en mí. Estoy en paz.
Dejo estas breves palabras como un legado. Espero que algún día alguien me lea, y conozca la historia de mi gente.
Ojalá mi palabra trascienda y llegue a aquellos lugares recónditos donde otras botanas yacen en una infinita soledad. Porque no se puede comer sólo una, cuando es una sola la que ha quedado a su suerte.
01/10/2020
Año II de mi apertura de la bolsa
Sabritón

Mikhail Carbajal (Durango, 1991)
Es licenciado en Letras Mexicanas y Maestro en Nuevas Tecnologías Aplicadas a la Educación. Es poeta y narrador. Autor de “Dividir el desierto” “Ciudad enteramente re-construida”. Es el creador del proyecto “La gramática del meme” reconocido en 2023 por el Senado de la República como proyecto que fomenta la cultura en la juventud. Fue becario del PECDA Durango en 2023.
Este cuento forma parte de su más reciente libro “Uno es el número mínimo de personas para hacer un dueto” (Funámbulo, 2025)
1 Comment
Ja ja ja, muy buen cuento