¿De qué hablamos cuando hablamos de hablar?, por Mikhail Carbajal

¿De qué hablamos cuando hablamos de hablar?

La cartuchera de Chéjov de Mikhail Carbajal

Veo en las nuevas generaciones un nudo en la garganta y un cúmulo de cosas guardadas más fuerte que el que recuerdo que me tocó a mí cuando joven. Quizás influye, entre una pandemia que se nos cruzó en el 2020, también la enorme hípercomunicación que hoy vivimos a la mano de las redes sociales y el internet 4.0.

Empecé esta bella profesión de la docencia en dos mil once, a seis meses de haber egresado de letras. Mis primeras horas como profesor fueron impartiendo la materia de literatura: mis primeros grupos eran carismáticos, carrilludos, y llenos de ángel. Tardé un rato en adaptarme al entorno, a habilitar espacios para el aprendizaje, y desde entonces ya había comenzado a pulir términos del actuar docente que antes, cuando estudiaba sobre corrientes literarias, o autores específicos, o filosofía del lenguaje, no había escuchado hablar de.

Curiosamente mis primeros años docentes estuvieron agarrados de la mano de impartir filosofía y literatura, materias que pueden ser consideradas aburridas o desmotivadoras para el grueso de la mayoría y que di y he dado con toda mi pasión. Y no fue sino hasta que impartí materias de español en el sistema abierto, que empecé a entender la importancia de una comunicación efectiva y una apropiada expresión oral y escrita. Bandera que conservo a la fecha y hasta el día de mi muerte.

La relación de los humanos con nuestro lenguaje y la propia consciencia del mismo data de los albores de la civilización, cuando las primeras comunidades comenzaron a sistematizar sonidos en códigos compartidos. Desde las tablillas cuneiformes de Mesopotamia hasta los gramáticos sánscritos de Panini, la historia del habla es una de convenciones y rupturas: los griegos debatieron si las palabras imitaban la esencia de las cosas o eran puro acuerdo social; el latín se ramificó en lenguas romances por migraciones y mezclas; y hoy, en la era digital, el lenguaje muta a velocidad de meme, con emojis que suplen gestos y algoritmos que predicen qué diremos antes de que lo pensemos. Hablar nunca fue solo comunicar: es un acto de poder, identidad y adaptación constante.

Sin embargo, nunca antes, pienso yo con mis estudiantes del presente en mente, se ha tenido mayor miedo en comunicarse como ahora. Las redes sociales y el exceso de información han puesto el reflector en unos cuantos, mientras que, paradójicamente, han multiplicado la timidez al hablar, el temor a equivocarse y la dificultad para expresar una opinión genuina sin el filtro de la aprobación digital. Creo que para todo profesor es primordial favorecer —sobre todo en materias de educación y humanidades— un ambiente escolar donde el estudiante mantenga la disposición de hablar, comentar, atender, cuestionar, criticar. Pero en el margen de una educación masiva, que suele excluir a los que no participan, limitar la opinión del colectivo y, a falta de tiempo, reducir los espacios de comunicación auténtica, debemos encontrar nuevas dinámicas de interacción. No se trata solo de vencer el silencio, sino de rescatar la confianza en que la propia voz, titubeante o firme, merece ser escuchada.

Se nos enseña a hablar, y desde etapas tempranas llevamos materias de comunicación y expresión; vamos refinando constantemente nuestro léxico y a menudo exploramos las minucias de entender, significar y resignificar el mundo. Vygotski mencionaba que el lenguaje no solo sirve para interactuar con otros, sino también para moldear nuestros pensamientos y esa voz interior que termina definiendo cómo nos relacionamos con el mundo. Pero más allá de abordarlo como una materia más, el verdadero aprendizaje radica en aplicar estos saberes para construir una comunicación asertiva: una que, según abra o cierre puertas, nos impulse siempre hacia adelante. Porque dominar el arte de expresarse con claridad y convicción no es solo un recurso académico —es la mejor carta de presentación que llevaremos a todas partes, la herramienta que definirá oportunidades, resolverá conflictos y, en silencio, seguirá dando forma a todo lo que somos.

A ti, lector, pensando en mis actuales estudiantes —futuros psicólogos que hoy formo con aprecio y cariño—, y en cada alumna y alumno que ha cruzado mi camino en estos nueve años de docencia, te digo: no temas opinar, participar en clase, lanzar conjeturas, decir lo mucho que piensas, vives y sientes. La comunicación es reconfortante; hablar, quizás, uno de los mayores lujos que heredamos de nuestros antepasados, pese a los malentendidos. No le tengamos miedo al silencio incómodo, a esa quietud que precede a la participación, ni a mi recurrente —e irónico— ‘no se amontonen’. Que desde la voz de tu interior surjan iniciativas que te animen a alzar la tuya, a pronunciar el mundo, a habitar el presente. Desanudemos ese nudo que sentimos, soltemos lo que deba fluir. Al fin y al cabo, las palabras no son solo sonidos: son el puente entre lo que somos y lo que queremos ser.

 

Mikhail Carbajal

Escríbeme a mikhailcarbajal@hotmail.com

Mikhail Carbajal (Durango, 1991)

Es licenciado en Letras Mexicanas por la UANL y Maestro en Nuevas Tecnologías Aplicadas a la Educación. Es poeta y narrador. Autor de “Dividir el desierto” “Ciudad enteramente re-construida” y “Uno es el número mínimo de personas para hacer un dueto”. Es el creador del proyecto “La gramática del meme” reconocido en 2023 por el Senado de la República como proyecto que fomenta la cultura en la juventud. Fue becario del PECDA Durango en 2023.

 

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