Tiempos mansos, por Renato Tinajero

Tiempos mansos

Renato Tinajero

Digámoslo claro: vivimos tiempos mansos. Las grandes ideas corren, avergonzadas, a refugiarse bajo el tapete de la historia. Declararse un adepto a la libertad, a la justicia, a la fraternidad o a cualquiera de los principios alguna vez denominados “universales” suena a corrección política, cuando no a pura conveniencia sin convicción: no defiendo la libertad, sino mi libertad; no busco la justicia, sino mi justicia, y la ejerzo en el prejuicio, en el linchamiento público, en la satanización de aquel que es diferente a mí. Los diseñadores de campañas políticas lo saben: el análisis racional de los problemas públicos no vende ni se comprende. Lo que el Pueblo (así, con mayúscula) necesita es la promesa de un futuro complaciente y expedito. Sentir que tiene el control. Seguridad antes que libertad. Satisfacción antes que compromiso. Recuerden la elección presidencial en Francia en el 2017. Es aleccionadora: en la cuna de la modernidad democrática, ni la izquierda ni la derecha tradicionales pasaron a la segunda ronda. Las grandes ideas, los idearios que han configurado aquí y allá las esperanzas de los pueblos, son eclipsados por las nuevas promesas de un bienestar inmediato y fácil. Novedades en lugar de ideas. Es la “avidez de novedades”, de la cual escribió Martin Heidegger. Avidez que es signo inequívoco de una existencia inauténtica.

La poesía, como todas las grandes empresas de la cultura, va de la mano con la libertad y el compromiso. Pero esta época, demasiado complaciente (demasiado autocomplaciente), no es afecta a estos principios. Nuestras sociedades se solazan en las respuestas simples y desdeñan aquello que las reta. ¿Qué lugar queda para la poesía en estos tiempos?

No hace mucho tiempo se publicó en el diario El Norte de Monterrey una encuesta a poetas de aquella ciudad es la cual se les formulaba la siguiente pregunta: “¿Escribir poesía después de Ayotzinapa es un acto de barbarie?”. La pregunta hace eco, por supuesto, de la famosa sentencia de Theodor Adorno: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Los poetas de Monterrey respondieron con dignidad. Reivindicaron el papel de la poesía. Precisamente porque existen esos actos de barbarie, declararon, es necesaria la poesía, como un aliciente para una era difícil. Me ha parecido también que el propio periodista responsable de la encuesta, Daniel de la Fuente, un hombre inteligente a quien conozco y aprecio, ha coincidido con la opinión de los poetas. Pero no es sobre las respuestas sobre lo que quiero llamar la atención (respuestas, todas ellas, puntuales, dignas), sino sobre el hecho de que una pregunta como la que se formuló posea interés periodístico, es decir, que el público la comprenda y estime que una pregunta tal pueda existir. Y ahí radica el problema, porque la pregunta no es inocente. Preguntarse si la poesía es posible en la barbarie equivale a contraponer los conceptos “poesía” y “barbarie”, a volverlos mutuamente excluyentes. Equivale a suponer que la poesía florece únicamente en la ausencia de la barbarie, lo cual es falso. Y desliza entre líneas algo más: que escribir poesía en tiempos difíciles es una flagrante irresponsabilidad, digna de censura. Es decir que en tiempos difíciles hay que dedicarse a actividades de mayor provecho, encaminadas a la solución de los problemas prácticos (como si la poesía no pudiera contribuir en modo alguno a la solución). Y que la poesía debe dejarse para los ratos de ocio, para el solaz, para il dolce far niente de quien ha cumplido con su parte en los negocios del mundo y puede ahora sí, sin remordimientos, entregarse a una labor estéril.

La pregunta sería inocente y no pasaría de ser una mirada irónica, y en modo alguno demeritoria, sobre el oficio de poeta, si no fuera porque trasluce prejuicios y distorsiones sobre el valor de la poesía, sobre el peso que la poesía debe tener en nuestra época. No hablaré aquí de los bajos tirajes de los libros de poesía, ni de la preferencia que públicos y editoriales muestran por otros géneros de lectura. Ya Octavio Paz nos previno, en Poesía y fin de siglo, acerca de lo erróneo que sería fiarse de un análisis puramente estadístico sobre la lectura de poesía. Las estadísticas necesariamente son desfavorables, pues en poesía lo que cuenta no es la cantidad, sino la calidad (sin olvidar, cuidado, que poetas como Baudelaire y Whitman son al mismo tiempo connotados best-sellers); y tampoco importa la cantidad de lectores de poesía, sino la calidad de dichos lectores. No importa cuántos leen poesía, sino quiénes la leen. Los líderes verdaderos, los que transforman la faz de la sociedad y abren las puertas del futuro, explica Paz, han sido también grandes lectores de poesía. No, la estadística no es de fiar para examinar a la poesía. Hagamos a un lado los números. Mi preocupación es una preocupación cualitativa y no cuantitativa. Hela aquí: mucho me temo que en la atomización de los gustos y de los intereses que caracteriza a la época actual, en el acendrado subjetivismo que toma carta de ciudadanía en los tiempos que corren, en el eclipse de la trabajosa episteme a favor de la fácil doxa, en esta imparable sacralización de la opinión personal y de la personal ignorancia (al punto que, por ejemplo, incluso una acción de probados beneficios como la vacunación universal sea rechazada por bastantes personas educadas), la poesía quede relegada a un gusto personal, a una inclinación, una mera afición, un ocio más, cuando debería ser todo eso, sí, pero también y sobre todo otra cosa. Porque la poesía, como hermana de la ciencia, del lenguaje, del arte y de las demás empresas mayores de la cultura, posee cualidades con las cuales incidir en la evolución de las personas y los pueblos. Relegarla a una opción entre las muchas opciones del individuo, a un gusto entre los gustos, es desperdiciar el poder de la poesía para enfrentar la barbarie.

Así que esa es la cuestión. Sabemos, o cuando menos intuimos, que la poesía debería ocupar un espacio central en nuestras sociedades. ¿Pero entendemos cómo debería ser ese espacio y cómo propiciarlo? En esta vasta, desierta cotidianidad, ¿hay futuro para la poesía?

¿Hay futuro para la poesía?

No quiero responder esta pregunta de un modo obvio, con la inmediatez de quien afirma: “Claro que hay futuro. Mientras alguien disfrute un poema, habrá espacio y tiempo para la poesía”. No me conformo con esta respuesta porque ese fenómeno del disfrute personal de la poesía bien podría enmarcarse en lo que señalaba un poco más arriba: que la poesía quede relegada al puro espacio de los goces personales, de los gustos individuales. Es tanto como decir que hay futuro para el disco de vinil. El del vinil es un gusto personal, y como tal permanece en tanto existan fans que lo disfruten y paguen por ello lo que sea necesario. No creo que ese tipo de fans, con todo y que sus gustos y aspiraciones sean legítimos, sean quienes vayan a mantener viva a la poesía. Pues entonces la poesía se convertiría en una fábrica de sensaciones, de disfrutes, de versos para ser paladeados y evocados por una tribu, por un club, de adeptos que les rinden culto. Y ese sería el final para la poesía, su encasillamiento final en un patrón de consumo perfectamente reconocible, delimitado y etiquetable en términos de marketing. Y queremos (quiero) que la poesía, sin dejar de ser un gusto, sin dejar de ser una inclinación personal, signifique y sea también algo más. A la pregunta “¿Hay futuro para la poesía?” quiero dar una respuesta más meditada, más a la altura, si se puede, de los tiempos que corren. Más a la altura de la poesía misma.

Y quiero intentar responder esta pregunta desde la trinchera misma de los poemas y de quienes los escribieron. Me parece que pensar la poesía en términos extrapoéticos, ajenos al lenguaje mismo de la poesía, es una manera de claudicar, de admitir una esencial insuficiencia en el discurrir de los poetas. He aquí mi respuesta:

La poesía debe y deberá encauzar las aspiraciones, las pulsiones, las miradas de las generaciones presentes y por venir. Poesía que encarne el espíritu del tiempo, la Weltanschauung, la sensibilidad de una época. Poesía-espejo para contemplar aquí y ahora el esplendor y la miseria de la humana condición. ¿Poesía comprometida? No, porque eso sería ponerle coto a la expresión poética. Pensamos, mejor, en poetas con las antenas de la sensibilidad bien encendidas, poetas alertas a la sensibilidad de la época, nutridos por esa sensibilidad. El poeta, como quería Ezra Pound (en el ensayo El artista formal), es como un científico que realiza sus propios hallazgos, que descubre su propia verdad sobre lo humano y aporta sobre ello un testimonio auténtico. Hay precedentes. La obra de Dante o de Shakespeare fue posible porque ellos recogieron la sensibilidad de su época y de su geografía, una manera de sentir la complejidad de lo humano y de explicar la existencia. El poeta a lo Dante es un creador de cosmovisiones, no un simple productor de sensaciones. En él se decantan un gusto, una cierta manera de ser en el mundo, una manera de comprender la realidad que se proyectan en todas direcciones y hacia el futuro mismo. Nuestras generaciones de poetas deberían buscar lo propio: abrirse a la experiencia de los tiempos que corren, decantar esa experiencia, expresarla de manera que lo específico de esa experiencia se convierta en arquetípico y alcance un interés mayor. Creo que no a otra cosa se refería Horace Engdah, secretario hace años de la Academia Sueca, cuando a propósito de la concesión del Premio Nobel de Literatura tachó de “insular” a la literatura estadounidense. Lo insular es por definición limitado, se guarda en sus fronteras y tiene interés únicamente para la gente de la isla. Si el Sr. Engdah tuvo o no razón, es una cuestión distinta; pero el planteamiento me parece legítimo. El arte, y la poesía, no pueden permitirse el lujo de la insularidad. Creo que la misma idea se encontraba en las mentes de los miembros de la Academia Sueca cuando en 2016 concedieron el Premio a Bob Dylan. Bob Dylan es todo menos insular. Trasciende los géneros y se convierte él mismo en un género propio, uno que recoge y proyecta la visión y la sensibilidad de la época. De ahí lo acertado de la declaración de la Academia: se concede el premio a Dylan porque dentro de la tradición de la canción americana crea nuevas expresiones poéticas. Es decir, se convierte en el exponente de una tradición local (de una tradición insular, pues) a la que supo infundir un interés inusitado, un alcance mayor.

Una cosmovisión trae consigo también una manera particular de concebir el pasado, no para celebrarlo ni para exorcizarlo, sino para transmutarlo en sabiduría. No pocos poemas de Octavio Paz corren en ese sentido. Y pienso por supuesto en Borges, en cuya obra la historia pesa con nobleza, con gravedad, con pathos. Encuentro también en esta nómina a Kavafis, cuyo rostro se vuelca hacia un pasado personal (la juventud perdida) y también hacia un pasado histórico e incluso mítico. ¿Qué ajuste de cuentas harán los poetas del futuro, inmediato o distante, con este presente nuestro que será, para ellos, su pasado? ¿Qué sabiduría brotará de estos años difíciles? Si la poesía, como quería Pound, es la más acabada expresión de las palabras, ya quiero leer esa poesía en la cual se exprese, de la forma más intensa, más lúcida posible, la época que ahora vivo. Si tan sólo fuera por eso, por dotar de voz y rostro a una época confusa como la nuestra, la poesía que la represente o que de alguna manera la signifique habrá valido ya la pena. Y nuestra época misma, quizás también por esa razón, habrá valido la pena.

Y sin embargo, no basta. He hablado, hasta aquí, de una poesía que encuentre la fuerza y los recursos suficientes para edificar una realidad y una sabiduría propias. Pero esta realidad y esta sabiduría, si han de incidir en la cultura y la mente de los individuos, si han de infundir, pues, fuerza a nuestras sociedades, habrán de crear mitos. ¿Cuáles mitos? ¿De qué estamos hablando? De ideas. Ideas fundacionales, símbolos, fórmulas para interpretar y comprender la realidad misma. Ideas que permanecen aunque el mundo que les dio origen se haya desvanecido en los siglos. La Divina Comedia es un gran mito, un marco de referencia pasado, presente y futuro. Lo es también el universo de los trovadores provenzales, cuya noción de cortesía trasciende al espacio y el tiempo y todavía hoy impregna nuestra sensibilidad. El gusto romántico aún nos ancla al siglo XIX. Y en el ideario de generaciones de lectores la Ítaca de Kavafis se erige como un símbolo perenne del valor de la búsqueda pesronal y colectiva. Octavio Paz lo comprendió muy bien y establece en su universo poético una relación dialéctica con los mitos: los evoca y recrea, los renueva, los actualiza al gusto de la época, crea sus propios símbolos, se asoma al abismo de los arquetipos que yacen soterrados en el alma y en la historia e invita a los lectores a visitar sus propios abismos. Algunos de los poetas que mejor recordamos, que han calado más hondo en nuestra sensibilidad, han sido justamente creadores de esas realidades alternas y omnicomprensivas, preñadas de significado, que se aparecen en nuestra memoria como mitos: Borges, Whitman, Vallejo (¿en qué país de sueño ocurre Trilce?) y aquel poeta mayor que escribió en prosa llamado Juan Rulfo. Me temo, no obstante, que conforme nos aproximamos a los días que corren, los mitos escasean. La voz del poeta se torna subjetiva in extremis, el poeta se vuelve tímido, abdica de su diálogo con la tradición y renuncia a construir nuevos edificios, nuevos marcos de referencia. La poesía se asume a sí misma como un susurro, un balbuceo, una murmuración que añadir al Gran Murmullo de las cosas y las personas. Y la poesía que aspire a perdurar e incidir en el mundo no puede permitirse esa renuncia.

Estamos más allá, mucho más allá, de la mera celebración de un gusto, de una inclinación personal. Concebimos a la poesía como una gran empresa colectiva con la cual nos construimos un rostro y nos labramos un porvenir. Pero no quiero disociar entre sí los términos poesía y gusto. La poesía sí es un gusto. Leer poesía, encarar la poesía, con humildad y atención, somete y fascina. El placer es intenso. Y se crea en el lector un gusto. La poesía que valga la pena será aquella que eduque al lector casual y lo convierta en un Lector con mayúscula. Poesía que se guarda sus mejores frutos para quien se esfuerce en alcanzarlos. Cuando Vargas Llosa explica que una pareja que lee a Garcilaso va a disfrutar mejor el amor que una pareja que no goza de familiaridad con la poesía se refiere justo a eso, al poder aleccionador con que cuenta la poesía. Al poder de crear un gusto. Y a las posibilidades de ese gusto: no el gusto por el gusto mismo (no paladear el verso solamente por ser verso, por sonar bien, por hacerme sentir bien), sino el gusto en tanto condición para acceder a una experiencia más plena del vivir. La buena poesía es un ejercicio para la vida. Si aprendes a disfrutar la poesía, aprenderás a disfrutar muchas otras cosas. Es paradójico que en esta época nuestra, en la cual el derecho al placer propio y ajeno se ha convertido en ley sagrada, en inviolable decreto, sea precisamente tan difícil obtener placer. La culpa nos carcome, la indiferencia propia y ajena nos mata, el tiempo se agota, y mil cosas (dijo Paz) distraen nuestra atención. Hoy como ayer los días pasan, lo escribió Khayyam, como pasan las liebres perseguidas por un cazador tenaz. Y con la huida de los días se fuga la vida. Es función de la poesía educarnos para suspender, al menos por unos instantes, esa fuga malsana, para frustrar al menos en parte su labor destructora.

Formar un gusto, educar al lector, es difícil. No esperes, poeta, que la multitud celebre los nuevos usos que das a la sintaxis ni las ideas que has puesto sobre la mesa. El aire fresco rejuvenece, pero sus primeros soplos molestan, descobijan y provocan escalofríos. Hay que acostumbrarse a él. Las vanguardias artísticas (cito otra vez a Paz, otra vez Poesía y fin de siglo) se granjearon el desprecio del gusto burgués. Y ese desprecio no ha terminado, aunque se ha atenuado y hasta cierto nivel se ha asimilado (pienso, por ejemplo, en lo poco que nos sorprende ya lo surreal, lo absurdo y onírico de personajes, situaciones y símbolos en la llamada cultura de masas). Pero también es verdad que cierta sensibilidad presente en nuestra época no sería posible sin el advenimiento, siglos atrás, del romanticismo, con su exaltación de lo emocional, de la intuición, del misticismo. Formar un gusto toma décadas o incluso siglos. Y no depende de esfuerzos individuales ni de las faenas de un único gremio, sino de las múltiples circunstancias que abonan el terreno para la forja de una tradición, de una cierta forma de sentir la vida.

La poesía es lenguaje en plenitud. La poesía habrá de descubrir nuevos caminos hacia esa plenitud. Cada época, me parece, debe descubrir sus propios caminos, transitar el rito de paso desde la expresión habitual hacia el sonido de la nueva era, la música nueva de las palabras. Este podría ser, quizás, el reto más difícil para la poesía de hoy y del mañana. No porque quede poco por descubrir. Creo que en el lenguaje hay mucho por descubrir. Creo, como lo escribí en un poema, que las vocales pueden todavía multiplicarse en este viejo pero aún pródigo alfabeto. Y se multiplican. Lo difícil es que esa multiplicación, esa explosión de formas y significados, pueda arrojar luz sobre nosotros mismos, sobre los humanos de hoy. Hace unos momentos me referí a la atomización de los gustos. Esa atomización, que en ciertas esferas de la vida sería deseable (por ejemplo, en la facultad de elegir el credo o la identidad sexual que armonicen mejor con mi ser personal), se encamina, en la esfera del lenguaje, a la subjetivización y la volatilidad de los conceptos. Los fenómenos de los “alternative facts” y las “fake news” son apenas la punta de un iceberg en cuya base se encuentra una radical banalización del lenguaje. Banalización que empezó hace algunas décadas con el uso extensivo de eufemismos, primero en la vida pública, y ahora cada vez más a menudo en la vida privada. Eufemismos que incluso se perfeccionan en la repugnancia que nos provoca causar el mínimo resquemor a los destinatarios del concepto: de inválidos, palabra de un significado transparente y consagrada por siglos de uso, hemos pasado a discapacitados (un término aún claro), y casi de inmediato a personas con capacidades diferentes, ganando en extensión (e impracticidad) lo que se perdió de claridad en el significado. En el otro extremo de los eufemismos están los negacionismos de toda índole, no menos peligrosos: la negación del valor de la ciencia, de la pederastia eclesiástica, de la igualdad irrenunciable entre los seres humanos; formas negativas del lenguaje, modos de callar la voz del otro, en lugar de dialogar con él. Y a medio camino entre las formas superficiales y peligrosas del lenguaje se erigen los lenguajes de las tribus que buscan nichos de poder: el lenguaje academizante, por ejemplo, o la estridencia sin fin de todo tipo de propaganda, o también el lenguaje de la eficiencia al que son tan adeptos nuestros empresarios y no pocos gobernantes. Marcos expresivos que acaban por convertirse en habla de estafadores, en formas para disfrazar la desnudez del emperador, y que tarde o temprano se granjean merecidamente el desprecio de la multitud. Los mexicanos, por cierto, somos pioneros en el uso irresponsable del lenguaje. El cantinfleo del discurso político fue por mucho tiempo nuestra especialidad (el magnífico cuento de Rulfo, El día del derrumbe, es un ejemplo luminoso). Lo hemos cambiado por los eufemismos y las verdades a medias, las cuales no se discuten (ya no hay palabras para el debate), sino que se aceptan o se rechazan como meras verdades de fe.

¿Con qué materia prima trabajará el poeta? Con una materia mostrenca y desgastada que ya no merece nuestra fidelidad. Si alguna vez creímos en el lenguaje, en su potencialidad creadora, esa creencia se agotó, como se agotaron los referentes de poder político y espiritual que alguna vez tuvieron la capacidad de aglomerar el criterio de la gente. Esta fuga, esta explosión de significados, empezó hace siglos (quizás en el inicio de la modernidad, quizás en algún momento del siglo XVI) y es imparable. Cualquier nostalgia por un pasado mejor, por una edad de oro en la cual las voluntades sumen sus voces a un coro universal, es una imposición indeseable y sólo puede derivar, si acaso deriva en algo, en un integrismo, en una patología ideológica y social. Hay que asumir la atomización y la subjetivización como los signos no del siglo que corre, sino de los siglos y acaso de los milenios por venir. Con ese riesgo constante de dispersión, con esa espada de Damocles de la desconfianza en las palabras, deberá trabajar el poeta.

La poesía, así, se asume como riesgo: el riesgo de no ser comprendido, de ser mal comprendido y de ser ignorado por aquellos a quienes el lenguaje no tiene ya nada que mostrar. En un poema escribí que, ante la catástrofe, el único camino es hacia el frente. La misma lógica juega aquí: el único camino es asumir esa relativización de los significados y volverse uno mismo extremadamente relativo, extremadamente subjetivo. Que caigan las doctrinas y huyan todos los ismos, las fórmulas gastadas, los procedimientos consabidos. Asúmete libre, poeta, para crear un universo personal, un sistema personal de signos y de términos. Sé como el geógrafo de antaño, descubridor de territorios, y puéblalos (también como el geógrafo de antaño) de leones y dragones, de sirenas y leviatanes. Y sobre todo, crea tu propio sistema de coordenadas, las claves con las cuales acceder al entendimiento de tu obra. Tu propia rosa de los vientos. ¿Cuatro puntos cardinales te serán suficientes? No hay que temer: no son pocos los poetas que han intentado la creación de un lenguaje personal, y se han convertido en voces inclasificables y fascinantes, que se escurren entre las rendijas de cualquier intento de clasificación. Pienso en Baudelaire y en Whitman, en Pessoa y Lezama, en Huidobro y Federico García Lorca. En Federico. Federico es uno que invoca a la muerte de maneras como solamente él lo hace: la muerte es luna y es caballo. A recordar, por ejemplo, versos como estos: “Mil caballitos persas se dormían en la plaza sin luna de tu frente”, “Jaca negra, luna grande, y aceitunas en mi alforja”, y sobre todo a la inolvidable luna que “vino a la fragua en su polisón de nardos” para arrebar la vida del niño gitano, y a la luna esquiva y perversa que se aparece, encarnación una vez más de la muerte, en el episodio central de Bodas de sangre. En Federico se multiplican y reiteran los símbolos. Es un inventor de significados, un creador de coordenadas personales: Pepe el Romano (en La casa de Bernarda Alba, por supuesto) es también el “aire de Roma andaluza” de Ignacio Sánchez Mejías y la “viva moneda que nunca se volverá a repetir” de Antoñito el Camborio, muerto de perfil como en perfil se muestran los emperadores romanos en las monedas antiguas. Roma, lo romano, es la virilidad. La plaza, el espacio público, es el lugar del rito, del sacrificio, presente lo mismo en el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y en Poeta en Nueva York. Las herramientas, los utensilios cotidianos, son fuente de presagios de dolor y destrucción (las alforjas del jinete, la cuchara del rey de Harlem). No continuemos. A esa creación personal me refiero. Es creación de un lenguaje, de un lenguaje personal, de una personal significación de las cosas.

Son buenas noticias para los poetas. Rotas las cadenas de la tradición (a nadie se le pide ya que sepa cómo escribir un soneto), el poeta es libre para elegir su propia tradición, o para crear una nueva. Puede mostrarse, al fin, a la intemperie, y asumirse él mismo como la medida de su propia expresión. Se ha cernido sobre nuestras cabezas el imperio de la imaginación. A la cotidianidad estéril (qué tristes, escribió Drummond de Andrade, son las cosas consideradas sin énfasis) se opone la libérrima creación, la ambición del poeta-creador, del poeta-dador. ¿Dador de vida? No, porque esa sería una metáfora fácil. Dador, mejor, de significados, de nuevos significados que tienen el poder de incidir en el futuro, de llenar de significado nuestro propio futuro.

La moneda está en el aire. Y el aire es un campo de fuerzas encontradas que va llenándose de lenguajes, de posibilidades, de mitos. De sabidurías. De verdades. Que la poesía plante su bandera y aglutine en torno a sí lo mejor de esas fuerzas, lo más humano y duradero que haya en ellas. Escribir poesía, y leer poesía, son actos de afirmación. ¿Hay futuro para la poesía? ¿Encontraremos la fuerza para resistir?

Este texto es una adaptación de “Poesía, imaginación, cotidianidad: algunas precisiones en tiempos de mansedumbre”, conferencia en ocasión del premio Aguascalientes 2017.

Sobre el autor:

Renato Tinajero (Ciudad Victoria, 1976). Es autor de poemas, ensayos y narraciones breves. Estudió filosofía en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Se dedica a la literatura y a la educación superior. Entre sus obras se encuentra Fábulas e historias de estrategas, libro que obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2017.

1 Comment

  1. ¡Cuántas búsquedas y cuántos tesoros literarios revela este artículo!
    Joya de escritor / Joya de lector.

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