Descripción
Leer a Marisol Vera Guerra es siempre una delicia, también un dolor agudo y una promesa. Quien lee sus poemas por primera vez, sabe que volverá a leerla. Quien ya le ha leído, la vuelve a conocer y queda prendado otra vez de sus letras. En cada lectura nos revela nuevos secretos, se para frente al espejo y nos muestra su piel, sus cicatrices, hasta sus vísceras. El cuerpo de Marisol se hace poesía, fluye a través de la leche con la que amorosamente alimenta a sus hijas y a su hijo, florece entre las grietas de los huesos con el calor del fuego que surge de sus entrañas. Nos habla de una maternidad verdadera, una maternidad que duele, se hincha y sangra en todas sus etapas. Una maternidad que es también amor y sabiduría. No importa si la censuran o si la tachan de blasfema, no se queda callada, ella escribe, escribe mientras pela huevos duros en el fregadero, mientras sus hijos juegan lejos de las sogas, hace visible tanto la dulzura como la violencia y nos invita a abandonar el miedo, a contemplar la danza de las sombras; desactiva los patrones establecidos y nos brinda esperanza en el futuro: “No importa qué tanto escancie sus vinos, siempre hay frutas nuevas”. (Linda González)
