Descripción
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde que en la primera representación de El rey Lear el público estalló en carcajadas cuando el viejo rey, enloquecido por el dolor, dirigió su monólogo a una hilera de sillas vacías como si hablara con las hijas que ha perdido. La escena, que ahora nos sobrecoge por su carga de dignidad y de ternura, debió parecer absurda a los rústicos asistentes del teatro El Globo, acostumbrados a emocionarse con el cuento universal de la guerra y el amor, antes que a conmoverse con una mucho más sutil poética de la ausencia.
Nuestra sensibilidad es otra y son otros nuestros gestos ante una silla vacía o, como escribe David Granados, ante la falta de una toalla, un cepillo de dientes, unos labiales y algunos perfumes que debían estar ahí donde su presencia los había vuelto habituales, pero que han desaparecido del devenir cotidiano por culpa de los oficios de la ausencia. Lo cierto es que ya aprendimos a conmovernos y el viejo Lear encuentra en nosotros a sus verdaderos contemporáneos.
