Cuento: Ribereña, de Juan Uribe

Durante el taller de narrativa que impartió Rodrigo Ramírez del Ángel, los participantes pudieron presentar sus textos a revisión, y de los trabajos mostrados durante el taller, hoy les compartimos el cuento «Ribereña», de Juan Uribe.

Ribereña

Por Juan Uribe

Sacudido por imágenes desvaneciéndose no terminas de entender si eres el perseguidor o el perseguido. El estribillo machacón de algo que parece salir del radio se cuela hasta lo más profundo del subconsciente: “… no voy en tren / voy en avión / no necesito a nadie / a nadie alrededor…”.

Un leve empellón del autobús y la música sintonizada por el chofer terminan por hacerte despertar.

Cuánto tiempo ha transcurrido lo desconoces, pero tratando de sacudirte el adormecimiento te remueves en el asiento, abres la ventanilla y el sol penetra con descaro. Ayudado por lo bien que conoces el camino tratas de ubicar cuánto falta por recorrer. Frente a ti un mocoso, con la edad indefinida de los mongolitos, simula con manos y boca pistolas disparando alrededor pero excepto eso todo resulta apacible, cada uno en su rollo mental y su ajenidad infranqueable.

Cavilas acerca de las razones de ese viaje y en todo lo que buscaste aplazarlo, pero ahora ante la inminencia del citatorio por haberle acomodado sus cates a un junior, te preguntas cómo conseguirás convencer a las autoridades de que solamente buscabas poner al mamoncete en su sitio. De súbito, en un arrebato de valemadrismo, decides con insensatez relajarte y que todo se vaya a la mierda.

Y cuando por fin eres consciente de cuanto te rodea, descubres a los pasajeros de tu fila llamándote la atención, no sólo su vestimenta sino también el olor que despiden: tenis gastados, pantalones raídos, camisas gruesas de manga larga y extrañamente —en este veranito infernal tan típico del noreste —cargando chamarras. Como si los tres viajaran juntos y procedieran de muy lejos. Aunque recordándolo bien los viste en la fila comprando boleto en la central de autobuses cuando preguntaste por el andén de partida, y después te los volviste a topar poniéndose de acuerdo con el chofer sobre algo que en ese momento te valió madre.

El camión aminora la marcha hasta detenerse por completo. Alertado por esta pausa imprevista y tratándose de un viaje directo, abres de nuevo la cortina percatándote en un punto del camino que no sabrías precisar. En chinga los hombres se ponen de pie, juntan sus chivas y se deslizan con agilidad a través del pasillo hacia la cabina del conductor. Éste, sin mediar palabra, abre la puerta y los tres saltan del camión en silencio pero con paso decidido hacia la llanura, hacia la nada. Entonces te cae el veinte. Se trata de mojaditos que se los traga la aridez del desierto desafiando inclemencias, adversidades y su enemigo más temido: el radar de la migra gabacha.

El camión reanuda la marcha y casi en automático cada quien regresa a su respectivo abandono; excepto el subnormal que ahora, mirándote con el desparpajo solamente permitido a los de su misma especie, en silencio te perturba al grado de no saber si sostenerle la vista, hacerte el desentendido o acomodarle un soplamocos aleccionador. Desistes con alivio porque la mujer —que parece ser su madre —se da cuenta de la situación y le reconviene: “Ya, Melito, no molestes al señor y sigue jugando”. Y vuelves a tus pensamientos mientras el chamaco reanuda sus sonidos inofensivos.

Transcurre un lapso impreciso hasta que de manera abrupta el camión vuelve a detenerse. Otra vez los pasajeros se asoman intentando determinar esta vez qué impide su recorrido. A través de las ventanillas se reflejan las luces de una torreta y una patrulla en la orilla de la carretera ordenándole al chofer abrir la puerta; un par de policías preguntan al conductor algo que no se alcanza a escuchar, aunque todo parece formar parte de un operativo de rutina. Éste responde con explicaciones que por lo visto no terminar de convencer a los oficiales, porque uno de ellos sube al autobús, avanza entre los pasajeros y pregunta si todo está bien, si han presenciado algo inusual o si el camión ha detenido su marcha en algún punto del camino.

Nos miramos dubitativos sin atinar por la elección más ligera para nuestro cargo de conciencia: la complicidad no acordada o la delación miserable.

“Nada, oficial, todo normal” alcanza a decir la acompañante del chamaco.

Y justo cuando el mutismo colectivo parece aplacar las sospechas del policía, quien ya enfila hacia la salida, el niño mongol irrumpe con balbuceos propios de su condición de síndrome de down: “¡polidía, polidía, el chofed bajó a unos señodes en la cadeteda!”. La madre, sin encontrar justificante a tamaña delación se queda de una pieza al tiempo que el chamaco, con sonrisa triunfante, exhibe su imprudente proeza.

La estupefacción es tal que nadie atina a decir nada mientras que el chofer, demudado, baja la cabeza sabiéndose ante la inminencia de su detención por participar en el tráfico de humanos.

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