Algo secreto que se nos ha perdido. José Javier Villarreal escribe sobre «Todas las ballenas»

Algo secreto que se nos ha perdido

José Javier Villarreal

Alguien ha decidido abrir los ojos y hacer de cuenta que está bajo la superficie de las aguas.

Alguien ha sido vencido por la nostalgia, por una historia que se vive día con día. El mar está lejos, en los poemas, en las novelas y relatos donde se impone su grandeza y misterio; también –hay veces- en algunos destinos turísticos.

I

Renato Tinajero en Todas las ballenas ha emprendido un recorrido que lo obliga a contemplar, con una implacable lucidez, acontecimientos que se nos escapan en el orden diario. Los poemas nos relatan, desde la melodía del verso, accidentes y paraísos. Las referencias son muchas, el cuidado en las metáforas, comparaciones e imágenes se delata en la decantación, en la meticulosidad del paso. Son secuencias, películas y fotografías –acaso hablemos de lo mismo, pero con diferente ritmo- que se van exhibiendo a la vez que nos exhiben en un escenario que nos es propio y conocido; pero hoy, tal vez, en este libro, nos resulte más cercano, por conocido y propio, por esa distancia marina que nos permite apreciar aquello que el ámbito de lo terrestre nos oculta. Y hablo, precisamente, de quemar las naves. De esa inmolación o sacrificio, de atender a los muertos, de mostrar respeto. La familia señalada por el sino trágico ya no se distingue en la estructura social por ser la dinastía de los Atridas, no se trata del personaje que, desde su innegable grandeza, nos representa a todos en una suerte de bifurcación que hay que interpretar. La familia señalada por los dioses, por estos dioses menores de un azar imposible, implacable y carente de toda justicia, han hecho blanco en la parte más débil de nuestro tejido social. Ahí donde ni siquiera llega la sombra de estos nuevos e improvisados dioses que nos atropellan con su avidez y crueldad.

Las ballenas, esos seres que un día habitaron sobre la superficie de la tierra, y otro decidieron abandonarla, han vuelto, pero sin dejar su espacio marino. Las vemos a nuestro lado navegando en sus corrientes, están tan cerca de nosotros, en sus mares glaciares, y nos confundimos con ellas; pero también están quietas, sentadas frente a nosotros, en los museos de ciencias naturales, mostrando la interrogación blanca de sus esqueletos. Pero Todas las ballenas, de Renato Tinajero, atina sobre una realidad sorprendida y, hábilmente diseccionada. Pienso en un gabinete de curiosidades, en compartimentos donde el asombro va clasificando sus tesoros.

II

Abro este libro donde los poemas se me convierten en cartas de marear y me entero. Sé de un espacio que me rodea y acecha, de los peligros y dones que el viaje me depara, de la conciencia que ahora tengo de ello gracias, y éste es uno de los regalos del libro: a la fina y precisa imaginería que ofrece. Encuentro, o me da por pensar, que estoy ante una expresión escritural del todo madura, una manera de contar y cantar sumamente lograda. La voz respira y nombra, canta y da noticia; me construye un escenario sólido, bien estructurado y compacto. El libro, como todo gabinete de curiosidades, como un laberíntico museo, como los recovecos de Una casa en la arena, de Pablo Neruda, me congrega y me hace parte de ese universo terrestre visto y percibido desde un soñado rumor marino que se ha contemplado y multiplicado en el mucho leer. Los poemas, las cartas de marear, se cifran en versos señalados por los acentos; estamos ante una exigida profusión de frases melódicas, de compases que nunca pierden el paso. Un avanzar con las velas desplegadas, con la aleta dorsal como eje directriz de una potente y saltarina navegación. Me inclino sobre sus páginas y recuerdo que la ballena gris es mexicana. El noventa por ciento nace en aguas mexicanas que me competen como lector, también como peninsular y como hacedor de versos. Sé de la ballena blanca, la pesadilla que le da sentido a la existencia del capitán Ahab, de las ilustraciones que acompañan la presente edición. Estas ilustraciones nos conducen por una galería donde habrá de desatarse este monólogo fragmentado, astillado en su impecable estructura. Las secciones se suceden y el lector no se cansa de habitarlas y padecerlas. También están las medusas como una red muy fina. La pradera o el fondo de un acuario que en su discreción se torna fundamental. Las corrientes son frías e impredecibles, los grandes trozos de hielo flotan a la deriva. El lector está atento en la proa de su embarcación en medio de estas vastedades que conforman el centro de su existencia; ángulo que da sentido y sostén a todo el libro.

III

Hasta aquí lo explícito, los terminados y detalles, la decoración de interiores que tiene su valor, su propia expresión que, bien leída, no se puede separar de la obra negra, de los toscos enjarres, de los castillos y zapatas, de los muros de contención que soportan el peso y que quizá, en una primera lectura, no se aprecien; pero están ahí con su carga de humanidad, con su salitre, con sus huesos calando en lo hondo del discurso que evidencia lo implícito como una palpitación, una herida o falla, la médula expuesta que sostiene y cierra el conjunto de los poemas que integran Todas las ballenas, de Renato Tinajero.

Hay un imaginario que da pie a un discurso poético que lo particulariza y lo vuelve singular; pero también hay una violencia y un dolor que se van condensando a lo largo del libro. Las orcas que no están, los tiburones blancos. Las primeras en la Bahía de San Diego esperando el paso de los ballenatos en su largo navegar hacia el norte; los otros, como puntos sin retorno, como equilibrio cruel que no descansa, que nunca cierra los ojos. Si reviso los poemas estos seres no aparecen. Lo que sí aparece es un acontecimiento inexplicable, “algo como un Dios” que se pasea por las calles; luego un diálogo donde Sócrates se quita los zapatos y estira las piernas. Asistimos a una falta de luz, a una oscuridad que irradia del poema mismo cuya fuerza es el hambre, la carencia de donde brota; y así no nos queda más remedio que hablar del temor.

De los números solos. Los párpados

sin boca. El moho blanco.

Es que la superficie es un tanto engañosa, porque abajo, en las galerías subterráneas galopa un caballo que ha de terminar por desbocarse, salirse de control, poner en peligro a un jinete que se desdobla en Luis, para ser Alicia; pero ésta termina por ser Pablo, y Cecilia, “frente a las aguas grises del río” ya no tiene “nave alguna por quemar.” El mar parece ser una coartada, un pretexto de algo que no está allá, sino aquí, dentro de nosotros horadando nuestro cuerpo, haciéndolo supurar un líquido donde las ballenas son espejos, reflejos de una realidad que nos ahoga aún fuera del agua, pero que

en su jaula de vidrio,

en su jaula de aire está cantando.

¿Qué fue de aquello que de niños atesorábamos en un balde? Porque el balde ahora rueda vacío por los cuartos de la casa, y aquellos niños –que ya no lo son- prefieren olvidar o ignorar. Tal vez el mundo no cambió, fueron ellos los que crecieron; y ese mar poblado de ballenas que se canta y rescata en este libro nos hable en realidad de una opulencia, de algo que se ha ganado; pero también, y, sobre todo, de “algo secreto” que “bajo las quietas ramas de los fresnos, se ha perdido.”

Monterrey-Higueras.

Diciembre de 2021

Foto de Juan Rodrigo Llaguno

José Javier Villarreal. Poeta, ensayista, académico y traductor. Licenciado en Letras Españolas por la Universidad Autónoma de Nuevo León, Master of Fine Arts por la Universidad de Texas en El Paso y Doctor por El Colegio de Michoacán. Es autor de diez poemarios. Premio Nacional de Poesía Aguascalientes en 1987 por su libro Mar del norte. Premio a las Artes UANL 1990. Distinción World Cultural Council Awards 2008.

Actualmente es el director de la Capilla Alfonsina Biblioteca Universitaria.

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